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Miradas y visiones del arte

Texto íntegro de Don Francisco Calvo el 5 de Noviembre de 2018, en su última participación pública. Auditorio Museo Nacional del Prado.

Manuela B. Mena Marqués, tras una década, la de 1970, de estudios, investigaciones y docencia universitaria en Historia del Arte, y tras la correspondiente oposición al Cuerpo Facultativo de Conservadores de Museos, obtuvo en 1980 la plaza de Conservador de Dibujos y Estampas del Museo del Prado. Desde entonces han transcurrido treinta y ocho años de servicio en tan egregia institución, quince de los cuales ocupando la Subdirección. Hay veces que las simples cifras están tan cargadas de elocuencia que resulta casi inane, como reza el dicho popular, “ponerle cascabel al gato”. Por eso, quizás lo único que haya que añadir a este impresionante memorandum biográfico sea la puntualización histórica de que esos años fueron los que transformaron radicalmente el Museo del Prado hasta convertirlo en lo que hoy es: uno d los mejores museos históricos del mundo al margen de su formidable colección. En esta relación de méritos computables administrativamente y hoy nunca mejor dicho, de valor real y no virtual, habría que contar además con un cómputo curricular agotador, que me voy a ahorrar, para centrarme en lo que a mí me fascina más de este personaje institucionalmente ejemplar, por no ser homologable: su personalidad, que irradia una exclusiva luz propia.

​Pues bien, lo primero que hay que saber en este empeño –la irradiación de la luz personal- es que cobra su pleno sentido incandescente a la sombra y entre sombras. Se atisba en un laberinto subterráneo en el que se halla uno perdido y , tras mucho deambular, se descubre a lo lejos como una promesa de un redentor más allá. No es fácil dar pábulo a ese brillo entre lo umbrío, que invierte las distancias. Con este giro para centrar el meollo de la cuestión no sé si me estoy adelantando demasiado metafóricamente al final, al seguir el curso de mis pensamientos. Lo cierto es que la trayectoria de Manuela Mena ha discurrido de manera oblicua, en un voluntario segundo plano, algo sorprendente en quien posee sobrados talentos. Nada tiene que ver todo esto, no obstante, con la humildad, sino, a mi modo de ver, con un determinado y determinante distanciamiento; con una, en fin, perspectiva para afrontar los hechos contingentes, que, a lo largo de todos estos años de su presencia en el Museo del Prado, no han sido pocos.

​Pero no estoy hablando solo de política, sino, sobre todo, de la cautela que protege la contemplación del arte. Observemos, por de pronto, la acreditación científica con que se presentó a las puertas del Museo: una laureada tesis doctoral en la Universidad Complutense, centrada en los dibujos de Carlo Maratti o Maratta y su taller conservados en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando . Hay muchas razones que avalan esa investigación, desde la indiscutible importancia de este artista en la segunda mitad del siglo XVII romano hasta su estrecha relación con nuestro país. Pero sin desmentir las razones citadas ni otras concurrentes, pienso que en esta primera investigación sistemática de Mena hay ya implícita una forma de mirar el arte desde su gesto primigenio más hondo de su configuración formal y simbólica. Quizás el de subir el peldaño inexcusable para quien desea descifrar la clave, no ya de lo más personal en el estilo de un artista, sino de lo que lo hace posible. En la vasta producción de esta autora hay una abundancia determinante de artículos, libros y catálogos de exposición que abordan esta cuestión, que ya se obsesionó a los primeros grandes expertos en lo que se denominó connoisseurship, desde Giovanni Morelli y Bernard Berenson en adelante.

​El dibujo y la estampación determinaron la investigación y una parte importante de las publicaciones de Manuela Mena, pero hay algo en su mirada que escapa a cualquier “especialización”, incluida esta de tanto potencial elocuente. Mas hay otro peldaño que remontó esta perfectamente documentada scholar. Me refiero a su previsión para saltar sin detrimento de su pulcra competencia académica de experta en la materia fundamental, hacia nueva concepción de la historia del arte, en su caso también abierta a algo que hoy se muestra como crucial: la capacidad de relacionar más allá de la estricta labor catalográfica, obsesión primigenia cuando aún no estaba establecido adecuadamente el mapa del patrimonio artístico. Es cierto que ese catálogo, por su propia naturaleza, es básicamente interinable, pero, resueltas las líneas matriciales histórica de su pasado, se imponía un paisaje crítico renovador, sobre todo teniendo en cuenta la deriva revolucionaria del arte de nuestra época. En este sentido, creo que es imprescindible tomar conciencia de que cualquier evaluación del arte de épocas pretéritas está determinada por el arte contemporáneo. De hecho, una buena parte de los artistas del pasado que fueron olvidados o preteridos fueron sucesivamente rescatados por la orientación del arte presente. El caso de Georges de La Tour es llamativo a este respecto, pero también buena parte de los mejores pintores naturalistas del siglo XVII, los denominados en el siglo XX “pintores de lo real”. Lo que, en suma, quiero subrayar es que la antañona separación de la Historia del Arte como disciplina “científica” que se ocupaba del pasado y la crítica de arte como el comentario literario del presente comenzó a cuartearse hace casi un siglo y a día de hoy es de todo punto insostenible. En realidad, como a mí me gusta repetir en cualquier ocasión, quien afirma interesarse solo por el arte del pasado o solo por el del presente, en el fondo no comprende el arte en absoluto, porque este no acepta ninguna verdad a medias. Pues bien, hay hoy no pocos teóricos que filosofan al respecto con mejor o peor fortuna, pero hay otros tantos que simplemente ponen en práctica esta perspectiva. Entre estos últimos, está Manuela Mena, como así lo viene acreditando desde hace mucho.

​En primer lugar, Manuela Mena no convirtió su primera especialización en un aporético cantón, sino que explayó su mirada por todo el amplio territorio del arte histórico desde su mismo origen, que incluye, por supuesto, el del presente, pero sin excluir en esta profunda verticalidad de la visión de sus múltiples facetas transversales, imprescindibles estas para quien no olvida que el arte es speculum vitae. En este sentido, tanto en su trayectoria profesional como en sus publicaciones ha dado sobradas muestras de su versatilidad. Es cierto que abundan más, en relación con lo primero y lo segundo, materias dominantes, como el dibujo, la estampación y el crucial y multiforme universo goyesco, puerta inexcusable para el mundo artístico contemporáneo; pero ha ido dejando huellas significativas de atención por los más diversos momentos y figuras del arte de muy diversas épocas. De todo ello hay una documentación más que suficiente, configurándose a veces en una plétora tan munificente como la contenida en su formidable exposición titulada La Belleza Encerrada. De Fray Angelico a Fortuny, celebrada en el Museo del Prado en 2013. No obstante, donde mejor se aprecia esa aguda mirada ubicua es en el terreno conversacional íntimo, donde el caudal inventivo-del invenit latino : “hallazgo”- rinde con plena libertad sus frutos. Es ahí donde el interlocutor de Manuela Mena aprecia el amplio cariz de su percepción jamás encapsulada por ninguna frontera preestablecida.

​Pero sea en el territorio de lo implícito o de lo explícito, hay otro rasgo de su peculiar forma de atención que resulta, a mi juicio, fascinantemente cautivador. Me refiero a su vocación visual siempre en tensión, rebuscando entre lo convencional ese punto de lo entrevisto, sobre el que nadie antes había reparado o no lo suficiente. Esa tensión en la mirada es lo que reclamaba José Ortega y Gasset en relación con la pintura, cuando, comparándola con el lenguaje científico, afirmaba que en este el signo era recóndito, pero el significado simple, mientras que en el arte el signo era evidente, pero el significado recóndito. El primero, así pues, simplifica, mientras el segundo, complica. El primero, añadiría yo al respecto, responde, mientras el segundo mantiene en vilo la interrogación. De esta manera, sea cual sea la obra, el autor o la época artística, nunca veréis a Manuela Mena seguir ningún camino trillado, sino las imágenes inexploradas del mismo. Hace falta no poco coraje y tensada atención pata exigirse siempre tamaña aventura, por muy amenazada que esté de posibles extravíos semejante ruta.

​En el fondo, y con esto termino, pienso que Manuela Mena ha adaptaado la imprescindible perspectiva de hacer resonar el manantial del arte: la de emplazarse frente a cualquier obra con la penetrante mirada de quien no duda ni por un momento de que es uno mismo el protagonista de la obra que contempla. ¿Cómo si no el arte podría conversar con nosotros revelándonos sus secretos más íntimos, que son los nuestros?