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Guadamur 1540

El 10 de diciembre de 1948, la ONU aprobó en París la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El primer artículo de dicho documento, suscrito en su momento por la gran mayoría de naciones del mundo, (menos por Sudáfrica, Arabia Saudita y la Unión Soviética), contiene la famosa frase “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos…”

Que sea necesario un documento oficial para corroborar algo tan obvio obedece al irrefrenable impulso, que desde siempre ha tenido el ser humano por clasificarse a sí mismo y a sus congéneres, por cuestiones como el sexo, la religión, el color de la piel, la raza o los apellidos. Sirva como ejemplo la división entre esclavos, plebeyos y patricios de la antigua Roma, o el sistema de castas hindú que aún pervive en nuestros días.

Esta introducción viene a colación de un interesantísimo documento que mi buen amigo Marcos Bello, director de la Colección Pedrera Martínez, tuvo a bien confiarme a fin de que lo examinara. Tal como me iba explicando mientras desenvolvía con cuidado el papel encerado que lo envolvía, y me obligaba a ponerme un par de guantes de látex, Don Antonio Pedrera, además de una ingente cantidad de obras de arte, adquirió en su momento algunos documentos antiguos que hoy forman parte de la colección.

He de decir que la visión final del documento superó todas mis expectativas. Ante mis ojos encontré un manuscrito encuadernado en vitela, y con cuarenta páginas de pergamino en un sorprendentemente buen estado de conservación. Y digo que el estado era sorprendentemente bueno, especialmente si tenemos en cuenta la fecha del mismo: año de nuestro señor de 1.540. Casi quinientos años de historia sobre la mesa de mi despacho.

El reto que mi amigo y colega me proponía era igualmente apasionante. Hacía apenas unos días que había sacado el pergamino de la colección. Lo examinó con interés y concluyó que era algún tipo de texto legal, lo cual abría un amplísimo abanico de posibilidades. Consultó a varios contactos con poco éxito y finalmente decidió llevarlo a un anticuario de la ciudad de Málaga de cierto prestigio y tradición.

El profesional le atendió rodeado de libros de cientos de años de antigüedad, entre los cuales se hallaban algunos textos incunables. Tras minutos de examinar el documento emitió su veredicto: para desilusión de mi expectante amigo, reconoció que no sabía qué tenía entre las manos, y aconsejó humildemente acudir a otra fuente más experta, sugiriendo varias opciones.

Finalmente y, conocedor de mi interés por los documentos antiguos, me presentaba el reto de intentar averiguar qué exactamente era aquel tesoro que tenía ante mis ojos. Nada de este relato tendría sentido si no le hubiera contestado que por supuesto aceptaba el desafío, así que, pocos días después me levanté temprano, (más de lo habitual), me preparé un café, me encerré en mi despacho, y me puse manos a la obra.

He de decir que el documento estaba redactado en castellano, pero como comprenderá el lector, el castellano de hace quinientos años no es exactamente como el de ahora. Tanto las palabras como la grafía presentaban todo un desafío, así que un primer examen superficial me dejó más dudas que certezas sobre el contenido del manuscrito. Pero si Unamuno fue capaz de aprender alemán solo para leer a Hegel en versión original, seguro que con paciencia yo podría aprender a leer castellano antiguo.

Después de algunas horas de apuntar palabras, letras repetidas, grafías dudosas, y de hacer comparaciones entre ellas, me sentí capaz de descifrar la práctica totalidad del documento, al menos las partes en mejor estado de conservación, alrededor del 50% del mismo.

Las dos primeras páginas del manuscrito son sencillamente magníficas. En ambas hay ilustraciones a todo color, y el texto que acompaña a estas ilustraciones no deja lugar a dudas sobre quien sanciona el documento: “Don Carlos, por la divina clemencia, Emperador semper augusto, Rey de Alemania, Doña Johana su madre, y el mismo Don Carlos, por la gracia de Dios, Reyes de Castilla, de León, de Aragón, de las Dos Sicilias, de Jerusalén, de Navarra, de Granada, de Toledo…” La cosa se ponía interesante…

No voy a aburrirles con el proceso que tuvo lugar los siguientes días, mientras me leía cada una de las cuarenta y dos hojas del manuscrito, así que haremos una elipsis narrativa, para llegar al punto en el que certifico que lo que tengo en mi mesa es una Real Ejecutoria de Hidalguía expedida en el año de 1540 por la Chancillería de Granada a favor de Don Hernán Álvarez de Mesa.

Trasladé mis conclusiones a Marcos, quién tras felicitarme, tardó minutos en hacer averiguaciones sobre el posible valor de la ejecutoria. Acto seguido ambos discutíamos sobre la repercusión del hallazgo y las posibilidades de difusión. Por cierto, ¿qué es exactamente una ejecutoria de hidalguía?

Bien, como decíamos al principio del artículo, al ser humano siempre le ha costado resistirse a la tentación de clasificar a sus congéneres por asuntos como su origen, apellido o posición social. En la época del documento, la diferenciación entre los plebeyos, o pecheros, y la nobleza, (de la cual la hidalguía era el primer escalón), condicionaba absolutamente el proyecto vital de los habitantes de un país o región.

Los pecheros estaban obligados a pagar impuestos, o pechos, durante toda su vida, mientras que los hidalgos, o caballeros, estaban exentos de dicho pago, a condición de mantener un caballo y estar a disposición del Rey si fueran llamados a la guerra. La hidalguía era, por tanto, una atribución deseada por muchos, pero pocos tenían el certificado oficial de dicha condición.

Así que en un determinado momento, por ejemplo, al empadronarse por primera vez un nuevo vecino en una villa o lugar, (el solicitante de nuestro documento se empadrona en la villa toledana de Guadamur), se somete su condición de hidalgo al dictamen emitido al efecto por las Chancillerías en forma de real carta ejecutoria, siguiendo con ello la legislación promulgada por Enrique III.

El manuscrito contiene el fascinante relato de como el demandante presenta a varios testigos, en su mayoría vecinos de Toledo, que certifican su condición de noble, apelando a su limpieza de sangre, virtud, antecedentes familiares, obras de caridad… para concluir finalmente con la concesión por parte de los magistrados de la deseada condición de hidalgo.

El amigo Hernán Álvarez de Mesa, satisfecho con el dictamen del jurado, mandó elaborar el documento que Antonio Pedrera compró en un anticuario casi quinientos años después, y que próximamente podrán disfrutar todos los que lo deseen. Sí, porque la alcaldesa de Guadamur, doña Sagrario Gutiérrez, a quien tuvimos a bien enseñar el documento, se ha mostrado encantada con la idea de exponer en Guadamur la ejecutoria que hace referencia a quien fue vecino del pueblo hace casi medio milenio. Si permanecen atentos a la web, les informaremos de la convocatoria de prensa que se hará en la ciudad de Toledo en la que se indicará el lugar y la fecha exacta en las que se expondrá tan singular documento.

Han pasado quinientos años desde que el procurador de Toledo estampó su firma en el pergamino que hoy descansa cuidadosamente envuelto en su maletín. Los términos pechero, hidalgo, o ejecutoria, pertenecen a los libros de historia. “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos…”, ¿recuerdan? Pero el ser humano no ha cambiado tanto.

De hecho, para mostrar su superioridad sobre el resto de los mortales, vemos como algunos ciudadanos disfrutan haciendo referencia sin pudor a sus títulos, licenciaturas, doctorados y masters, a modo de certificados de hidalguía que les confieren una especie de superioridad intelectual sobre el pueblo llano. Por supuesto, vaya desde aquí mi reconocimiento a quienes han conseguido dicha titulación tras años de esfuerzo y dedicación. Normalmente quienes lo han hecho así son los que menos presumen de ello. Pero concordarán conmigo en que parece ser que no todos se lo han trabajado tanto.

Lo cierto es que Hernán Álvarez de Mesa tenía en su poder un documento oficial, sancionado por el emperador Carlos I de España, visado por la Real Cancillería de Granada, fiscalizado por el Fiscal General Luys de Bracamonte, sellado y firmado por el Colegio de Regidores del Reino, y rubricado por el Notario Alfonso de Toledo.

Cuantos políticos españoles querrían un documento igual para justificar todo lo que aparece en sus currículos, ¿no les parece?